La marcha de los
horrores
El sonido de unos golpes despertó
a Reingard de sopetón. Una vez más, estaba solo y confuso después de haber sido
acosado por interminables pesadillas. Miró a su alrededor y se tranquilizó al
ver que todo seguía igual, pero enseguida se acordó de las circunstancias que
lo habían traído hasta allí y su escaso ánimo decayó.
Alguien volvió a golpear la
puerta exterior, esta vez con más ímpetu. Temiendo una reprimenda por parte del
Tal’imran, Reingard salió de la cama de un salto, se arregló apresuradamente y
fue a abrir.
La persona que estaba al otro
lado no era Noyver, como esperaba, ni tampoco Alric, como le hubiera gustado.
Era una de los sometidos, un tipo fornido y armado hasta los dientes que gruñó
nada más verlo. Intercambiaron una mirada de desprecio mutuo, tras lo cual
Reingard pasó ante él y se encaminó hacia donde aquél le indicó.
A pocos metros, Alric lo esperaba
junto a los caballos. Lo que Reingard vio, sin embargo, no era su amigo tal y
como lo recordaba, sino una sombra de él. Sus antaño ojos azules habían perdido
el brillo que los caracterizaba, y ahora parecían tan apagados como carentes de
vida. Unas enormes ojeras se extendían por sus párpados inferiores hasta
juntarse con las arrugas de las mejillas, cuya curvatura y profundidad se
habían acentuado. Sus labios, cuyo color había disminuido en intensidad hasta
asemejarse al tono de la piel, dibujaban una expresión triste y melancólica. Su
aspecto, en definitiva, estaba tan demacrado que Reingard se preguntó si
realmente había dormido algo desde que abandonaron Justicia del Siegmoné.
- Buenas tardes- dijo con
entonación neutra, casi por obligación.
- Buenas sean.
Reingard no se atrevió a decir
nada más. Sabía que su amigo tenía tantas pocas ganas de hablar como él de
molestarle, así que interrumpió el conato de conversación en este punto.
Noyver no tardó en aparecer
acompañado de su amante. Ambos se acercaron montados en sus corceles, dos
magníficos ejemplares importados del lejano sur. A sus espaldas, la luz naranja
de un sol crepuscular alargaba sus sombras indefinidamente.
- Sigamos.
Eso fue todo lo que dijo el
príncipe qarmata antes de hacer girar su montura para encararla en la dirección
correcta. Reingard se dio cuenta de que la larga perorata pronunciada en la
cima de la colina iba a ser la excepción que confirmaría la norma del Tal’imran,
consistente en dirigir solamente las palabras justas y necesarias a sus
vasallos. Cualquier otra cosa sería rebajarse demasiado.
A diferencia del día anterior,
esta vez los sometidos escoltaron la procesión fúnebre, que era como Reingard
la consideraba teniendo en cuenta su previsible final. Pasada la aldea, el
camino se ensanchaba progresivamente, lo que permitió a los viajeros avanzar en
grupos de dos. Noyver y la sometida montaban delante, y los dos reyes los seguían
de cerca. El esbirro que despertó al rey kulmeh encabezaba la marcha, y su
compañero la cerraba.
Por la dirección y el terreno,
Reingard dedujo que estaban abandonando el valle del Okba por el norte,
internándose de esta manera en Akay, el país de los bárbaros. No sabía cuáles
eran las razones de Noyver, ni tampoco las ventajas de escoger esta ruta en vez
de la opción meridional a través del Gotten Law. Tampoco le importaba
demasiado, ya que sabía que ambos trayectos eran extremadamente peligrosos y
que la muerte u otro final peor podía sobrevenirles en cualquier sitio.
La preocupación más inmediata del
rey kulmeh, sin embargo, no era el incierto desenlace del viaje, sino el estado
de su amigo. Cada vez que lo miraba de reojo veía lo mismo: el rey namirio, más
que una persona, parecía un saco atado a la silla de montar. Su cuerpo inerte
se meneaba al son del trote del caballo como si fuera un bulto, y su expresión
apenas cambiaba. Ni siquiera mostró ningún tipo de reacción cuando Reingard
pasó a observarlo directamente y sin disimulo.
Poco después de la puesta del
Sol, el sometido que marcaba el paso se detuvo en seco. De repente, y sin motivo
aparente, los caballos se encabritaron y empezaron a relinchar. Reingard
escrutó el entorno a través de sus ojos poco adaptados a la oscuridad, pero no
vio nada. Lo que sí constató es que estaban en un lugar perfecto para sufrir
una emboscada.
Sus peores temores no tardaron en
verse confirmados. Su flanco izquierdo era una pared natural de roca que pronto
se vio coronada por varios halos de luces. Por su derecha, casi al mismo tiempo, aparecieron varias
sombras más portando antorchas encendidas. Reingard tragó saliva con dificultad
y miró instintivamente a su amigo, que seguía con su actitud ausente.
Alguien habló desde lo alto del
barranco en un idioma que Reingard entendió parcialmente, ya que parte del
vocabulario era de origen kulmeh. El fuerte acento bárbaro indicaba, por otra
parte, que los desconocidos eran habitantes autóctonos del valle. Luego habló
otro, al que pronto se le unió una tercera voz. Finalmente, la procesión
fúnebre quedó en medio de un diálogo ininteligible que se desarrollaba a gritos
desde lo alto de la roca.
La atención de Reingard oscilaba
entre la conversación de los bárbaros y la posible reacción de sus compañeros
de viaje. Llegó a entender a uno que preguntó si eran ellos las personas que
buscaban, y a otro que lo confirmó, añadiendo que eran con toda seguridad los
asesinos de la aldea. El intercambio de gritos se detuvo en seco para dar paso
a una voz solemne y clara.
- Estáis rodeados y no tenéis
escapatoria. Se os acusa de asaltar una aldea y asesinar a sus habitantes.
¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?
Reingard no pudo distinguir a la
persona que hablaba, pero por su forma de hablar, culta y en un kulmeh muy
correcto, supo que se trataba de alguien importante, seguramente un señor local.
El silencio más absoluto fue todo lo que recibió por respuesta.
- Repito. ¿Tenéis algo que
alegar? Si me entendéis, sugiero que contestéis rápido, antes de que sea
demasiado tarde.
Otra vez el silencio. Reingard
sentía la imperiosa necesidad de responder, pero no se atrevía a hacerlo por
miedo a la reacción de Noyver. Sabía que si el príncipe qarmata no hablaba no
era por desconocimiento del idioma, sino por voluntad. Por otra parte, ¿qué iba
a decir? Efectivamente, ellos eran los autores de la masacre. No había nada que
alegar en su defensa.
- Último aviso. ¿Algo que decir?
Reingard giró bruscamente su
cabeza y miró en todas direcciones con los ojos desorbitados por el miedo. ¿Es
que nadie estaba dispuesto a mover un dedo para defenderse? Noyver y su amante
seguían inmutables, sin ni siquiera mirar hacia arriba o hacia la pendiente del
flanco derecho por donde los atacantes no habían dejado de avanzar. Alric, por
su parte, seguía sumido en la misma parálisis que arrastraba desde que
abandonaron la aldea.
- ¡Queremos un juicio justo!-
exclamó finalmente Reingard al constatar que nadie hablaría por él.
- Demasiado tarde. El pueblo ya
ha dictado sentencia. ¡Atacad!
El primer sonido que llegó a sus
oídos fue el que producen las cuerdas de los arcos al tensarse. Reingard no
daba crédito a lo que veía: estaban a punto de recibir una andanada de flechas
sobre sus cabezas y a nadie parecía importarle lo más mínimo.
- ¡Apuntad!
Los arqueros encararon sus
flechas hacia los objetivos y terminaron de tensar las cuerdas. Reingard cerró
los ojos y se despidió mentalmente del mundo al mismo tiempo que sus labios
pronunciaban una oración.
- ¡Disparad!
Revuelo, graznidos y gritos de
dolor. Y silbidos de flechas que cortaban el aire. Una mezcla de todo ello es
lo que escuchó el rey kulmeh antes de atreverse a abrir los ojos de nuevo. Cuando
lo hizo, lo primero que vio fue el reflejo de puntas metálicas que caían a toda
velocidad y se clavaban con furia en el suelo del camino, a pocos metros de
donde estaba. Ningún proyectil acertó. Luego dirigió su atención a la parte
alta de la pared y vio que una marabunta de sombras humanas se batía contra
otras sombras voladoras. Algunos cuerpos empezaron a precipitarse por el despeñadero
entre gemidos de dolor y terror. Uno de los cadáveres rodó después de impactar
contra el suelo, y sólo se detuvo cuando chocó con las patas del caballo de
Alric.
Poco a poco, la barahúnda
procedente de la parte alta del barranco aminoró. En total, Reingard contó tres
cuerpos despeñados y otros tantos muertos en lo alto la roca. Estos últimos no
podía verlos, pero por sus chillidos iniciales y su silencio posterior era
fácil intuir su suerte. Las sombras voladoras que acababan de diezmar el flanco
izquierdo de la emboscada se desplazaron coordinadamente hasta situarse a pocos
metros de las cabezas del grupo. Daban vueltas en uno y otro sentido, y no
paraban de graznar. El rey kulmeh entendió perfectamente lo ocurrido. Por
primera vez en su vida había sido testigo del poder de convocatoria de los
Tal’imran.
Acto seguido, el rey kulmeh vio
que la sometida bajaba de su caballo y se disponía a salir del camino. Los
otros dos sometidos se le unieron enseguida, y juntos empezaron a descender por
la pendiente del campo que quedaba a la derecha. Los desconocidos que
amenazaban al grupo por ese flanco se habían detenido tan pronto como
escucharon el macabro espectáculo del barranco. Reingard contó seis antorchas,
pero podían ser muchos más, escondidos entre las sombras.
La batalla iba a ser, desde el
punto de vista numérico, claramente desigual, pero Reingard sabía que esa
circunstancia no representaba ninguna ventaja para quienes tenían que hacer
frente a los demonios tocados por la maldición del Siegmoné. Como si intuyeran
lo que les esperaba, los bárbaros empezaron a proferir gritos de guerra y a
marchar al encuentro del enemigo. Los dos bandos avanzaban tranquilamente, sin
prisas. Los sometidos en completo silencio, los bárbaros con la aparatosidad
propia de su cultura guerrera.
Reingard se dio cuenta de que su
amigo había vuelto al mundo de los vivos cuando lo vio pasar ante él. Ni
siquiera lo había oído desmontar. Alric avanzó hasta el margen del camino, y
allí se detuvo, observando el terreno que estaba a punto de convertirse en un
campo de batalla. Noyver, en cambio, seguía montado y en la misma posición, sin
mostrar ningún interés por el desarrollo de los acontecimientos. La única
novedad es que esta vez estaba algo más entretenido, acariciando el cuello de un
cuervo que se acababa de instalar sobre su antebrazo.
Sin más alternativas, Reingard
decidió bajar del caballo y situarse cerca de su amigo. Para cuando llegó a su
posición, los dos grupos ya estaban a punto de enzarzarse en combate. Éste
empezó con un baile de sombras acompañado de destellos puntuales producidos por
el reflejo de la luz de las antorchas en las hojas de las espadas. Las
estridentes bravuconadas de los bárbaros pronto fueron sustituidas por el
silencio, y éste por el sonido que produce el metal cuando corta la carne.
Apenas hubo indicios de que alguna de las estocadas fuera bloqueada; parecía
como si todos los impactos acertaban de lleno su objetivo. Reingard esperaba
escuchar exclamaciones de dolor, pero lo único que percibió fueron gritos
ahogados y apagados. De vez en cuando volaba algún objeto, y el rey kulmeh
interpretó que eran partes mutiladas de los cuerpos de los combatientes. Al
final, el atenuado fragor de la batalla no duró más de dos minutos. Pasado este
tiempo, la tranquilidad sosegada de la noche volvió a invadir la pradera.
Desde el epicentro de la batalla
emergieron tres sombras, que Alric identificó de inmediato:
- Ya vuelven. Esos desalmados ya
vuelven.
Reingard no supo si alegrarse por
escuchar de nuevo la voz de su amigo o deprimirse por el evidente resultado de
la refriega. Mientras los tres sometidos volvían sobre sus pasos, los dos reyes
regresaron a sus caballos. Noyver alzó su brazo y dejó volar libre al cuervo
que había en él. Éste ganó altura rápidamente, y cuando se unió a sus congéneres,
el círculo que formaban se rompió. Las aves se dispersaron bruscamente, dejando
tras de sí una lluvia de plumas negras.
Los vencedores pisaron de nuevo
el camino sin pompa ni vanagloria. Cada uno se dirigió a su montura y se
preparó para reemprender la marcha, sin más aspavientos. Cualquiera diría que
regresaban después de haberse retirado para mear, pero la realidad era muy
diferente: volvían victoriosos de una batalla en la que se habían jugado no
sólo sus vidas, sino también el futuro de un imperio. Sin embargo, parecía como
si aquel suceso hubiera sido un mero trámite, una formalidad rutinaria.
La marcha de los horrores, como
pensó Alric, seguía su curso.
…
El amanecer de aquel nuevo día fue
especialmente frío. Reingard, harto de apretar sus mandíbulas para disimular el
repiqueteo de los dientes, detuvo su caballo, desmontó y sacó una manta que
tenía enrollada y atada en la parte trasera de la silla. Lo hizo sin pedir
permiso ni informar a sus compañeros, que siguieron su avance sin prestarle
atención. Luego usó la manta a modo de capa, que se sumaba a la que ya llevaba,
y espoleó a su cabalgadura con vehemencia para alcanzar al grupo.
Después de haber presenciado la
batalla como si de un espectáculo teatral se tratara, Alric estaba más animado.
Seguía absorto en sus pensamientos, pero su expresión había cambiado. Ya no
era, al menos, el alma en pena de antes.
Reingard se dio cuenta de ello, y
aprovechó la ocasión para iniciar una conversación, algo que deseaba desde
hacía muchas horas.
- ¿Estás bien?
- Podría estar mejor.
- No hace falta que lo jures.
Alric no se dignó ni a mirar a su
amigo cuando le habló, y Reingard lo interpretó como una señal de sus pocas
ganas de conversar. Sin embargo, y para su sorpresa, el rey namirio retomó la
palabra de la forma menos pensada.
- Como ves, no tenemos nada que
temer. Estamos bien protegidos.
Reingard, extrañado, no supo si
debía entender la declaración de su amigo en clave de ironía o en su sentido
literal. La sonrisa burlesca que vio después no lo ayudó a resolver el
misterio.
- Ese es el problema. Demasiado
bien protegidos.
- ¿Sabes dónde estamos?
- En la vertiente akaya del valle
del Okba, ¿no?
- Exacto.
- Y cada vez nos adentramos más
en el país de los bárbaros.
- Ahí quería llegar. ¿No te dice
nada esto?
- Me lo he preguntado en más de
una ocasión. He tenido mucho tiempo para pensar.
- ¿Y qué opinas?
- ¿Que le caen mejor los akayos
que los kulmeh?
Reingard señaló con su cabeza
hacia delante al mismo que formulaba la pregunta. Se refería, obviamente, a
Noyver, pero no quiso pronunciar su nombre.
- Eso, o que la situación en el
Gotten Law está mucho peor de lo que nos han contado.
- Alric, todo el Gotten Law, y
especialmente la provincia de Kulm, están sumidos en una guerra civil. Eso no
es ningún secreto.
- Tú lo has dicho, una guerra
civil. En la que se supone, por cierto, que hay dos bandos, uno leal y otro
rebelde.
- Correcto.
- Por lo tanto… ¿no te parece
extraño que hayamos renunciado a pasar por un territorio en el que todavía nos
quedan aliados para optar por otro en el que sólo tenemos enemigos?
- Sí, visto así, no te negaré que
parece raro.
- A no ser que, como creo, la
provincia de Kulm ya esté perdida y se haya convertido en tierra hostil.
- Tiene sentido.
Reingard observaba continuamente
la espalda de Noyver en busca de algún indicio que le confirmara que los podía
oír. No estaba cerca, pero su experiencia le recordaba que los sentidos de los
Tal’imran no podían medirse según los parámetros humanos corrientes. Alric
también lo sabía, pero actuaba como si lo hubiera olvidado o le diera igual.
- En cualquier caso, poco podemos
hacer- continuó el rey kulmeh.
- Al contrario, si todo el viaje
discurre por Akay, estaremos en terreno favorable.
- Deja de pensar en eso. Creo que
las circunstancias han cambiado lo suficiente como para replantearnos las
cosas- esto último lo dijo en voz muy baja y con la cabeza enrojecida por el
miedo. En ningún momento apartó la mirada de Noyver.
- ¿Es que no vamos a descansar
hoy?
El repentino cambio de tema de
Alric fue una concesión a la manifiesta incomodidad de su amigo. Sin embargo,
la pregunta retórica tenía todo el sentido. El sol ya había salido, y seguían
sin hacer un alto para dormir. Tanto Alric como Reingard hacía rato que
cabeceaban, y la sensación de sueño iba en aumento. Si el Tal’imran no se
dignaba a detener la marcha en breve tendrían que ser ellos quienes lo
pidieran.
Como si hubiera leído sus
pensamientos, Noyver ordenó a los que iban detrás que se desviaran a la
izquierda en la próxima bifurcación. El nuevo camino resultó ser un sendero que
se empinaba por la ladera casi a través. El desnivel que salvaron los sufridos
caballos durante las primeras decenas de metros fue notable, y eso, unido a lo
resbaladizo del suelo, dificultó la ascensión sobremanera. Al final, Reingard
optó por bajar del caballo y continuar a pie. Alric lo imitó poco después.
Una vez superaron una arboleda, los
viajeros divisaron una torre en lo alto de un risco, a lo lejos. En aquel
punto, el sendero se dividía en una multitud de veredas abiertas por el
tránsito del ganado, y Noyver tomó la que llevaba directamente a la
construcción.
Mientras recorrían la distancia
que los separaba de su destino ascendiendo a través del collado, los dos reyes
no dejaban de observar la imponente figura que se alzaba ante ellos. Reingard
identificó el origen kulmeh de la plaza tan pronto como se hicieron visibles algunos
detalles, hasta ese momento ocultos por la distancia. Muy probablemente, pensó,
aquella torre se remontaba a la época de esplendor del Gran Kulm, cuando el
legendario reino kulmeh se propuso la colonización de las tierras bárbaras más
allá del Okba. Posteriormente, con su decadencia y futura desintegración, el
edificio quedaría abandonado, lo que explicaría su estado ruinoso actual. Aun
así, el paso de los siglos no había hecho mella en su majestuosidad ni en su
belleza. El emplazamiento era perfecto, ya que desde esa posición se podía
controlar todo el valle así como los montes del norte. Reingard no conocía la
historia particular de ese rincón del Gottenmorth, pero podía imaginársela:
gracias a puntos de avanzada como aquél, se hizo posible el intercambio
comercial y cultural entre Akay y el Gran Kulm, lo que a su vez redundó en la
prosperidad del reino y en su magnífico legado. Más que nadie en el grupo, la
visión de la torre hizo que Reingard se sintiera como en casa. A fin de
cuentas, él era el descendiente de los soberanos del gran reino que había
llevado la civilización más al norte, superando por primera la frontera natural
que suponía el Okba, hasta entonces el confín del mundo conocido.
Alric, completamente ajeno al
repentino sentimiento de nostalgia patriótica que había invadido a su amigo,
prefería pensar en las implicaciones prácticas de la decisión de Noyver. Al
principio le embargó una sensación de alivio. Si lo que pretendía el príncipe
qarmata era buscar un lugar donde hospedarse, un edificio aparentemente
abandonado era una opción mucho mejor que una aldea habitada, teniendo en
cuenta el precedente del día anterior. Pero luego le asaltó una incertidumbre
inquietante: ¿realmente no encontrarían a nadie en la torre? Empezó a dudarlo
seriamente.
Pero había otra cuestión que le
suscitaba aun más recelos: cuanto más se acercaban al risco más se evidenciaba
que el acceso a la torre no sería fácil, y que muy probablemente tendrían que
cubrir el último tramo a pie. Además, el nuevo destino los había hecho desviar
notablemente del rumbo habitual. Hasta entonces habían remontado el río en
dirección sureste, y ahora marchaban perpendiculares a él en dirección
noroeste. Si el propósito era sólo descansar y dormir, ¿para qué tomarse tantas
molestias? Podrían haber elegido cualquier otro lugar igual de conveniente pero
mucho más accesible, y sobre todo menos apartado. Un montículo o cueva de las
muchas que había en el valle les hubieran servido, pero en cambio ahí estaban,
ascendiendo a duras penas por aquel cerco que parecía interminable. Todos estos
factores juntos hicieron suponer a Alric que en la decisión de Noyver había
algo más que la simple búsqueda de un improvisado albergue. En cualquier caso, prefirió
no darle más vueltas. Tampoco podía hacer otra cosa aparte de continuar y
aguardar la sorpresa.
Reingard notó que su caballo estaba
realmente cansado cuando éste empezó a menear continuamente la cabeza y a
relinchar. Le acarició el cuello y pasó la mano por su crin para calmarlo, y
luego observó el terreno que tenía por delante. Entonces se dio cuenta de que
estaban a punto de alcanzar la cumbre de la loma.
Noyver, poco después, frenó su
montura y ordenó a los otros que se detuvieran. Uno de los sometidos desmontó y
se acercó a los dos reyes, que estaban a unos metros de distancia.
- Bajad y seguidme con los caballos- dijo en un
qarmata medio poco claro.
Alric y Reingard hicieron lo que
se les pidió y empezaron a andar tras él. Mientras se alejaba del resto del
grupo, el rey namirio no pudo evitar volverse un momento y observarlos, y lo
que vio confirmó sus sospechas: tanto Noyver como la sometida y su compañero
estaban preparando sus armas.
El sometido que los acompañaba se
detuvo cerca de un árbol solitario y ató su caballo en él. Los dos reyes
hicieron lo mismo y luego observaron su entorno. Desde ese punto ya no podían
ver a sus compañeros de viaje ni tampoco la torre, que quedaba escondida tras
la loma.
- ¿Qué hacemos aquí?- preguntó
Reingard al sometido, sin mirarlo.
- Disfrutad del paisaje o dormid,
pero no os mováis de aquí.
Dicho esto, el gigante se sentó
en el suelo, bajó el ala de su sombrero hasta ocultar su cara y apoyó su
espalda en el tronco. A partir de entonces ya no dio más señales de vida.