Parte II. Capítulo 39.


La marcha de los horrores



El sonido de unos golpes despertó a Reingard de sopetón. Una vez más, estaba solo y confuso después de haber sido acosado por interminables pesadillas. Miró a su alrededor y se tranquilizó al ver que todo seguía igual, pero enseguida se acordó de las circunstancias que lo habían traído hasta allí y su escaso ánimo decayó.

Alguien volvió a golpear la puerta exterior, esta vez con más ímpetu. Temiendo una reprimenda por parte del Tal’imran, Reingard salió de la cama de un salto, se arregló apresuradamente y fue a abrir.

La persona que estaba al otro lado no era Noyver, como esperaba, ni tampoco Alric, como le hubiera gustado. Era una de los sometidos, un tipo fornido y armado hasta los dientes que gruñó nada más verlo. Intercambiaron una mirada de desprecio mutuo, tras lo cual Reingard pasó ante él y se encaminó hacia donde aquél le indicó.

A pocos metros, Alric lo esperaba junto a los caballos. Lo que Reingard vio, sin embargo, no era su amigo tal y como lo recordaba, sino una sombra de él. Sus antaño ojos azules habían perdido el brillo que los caracterizaba, y ahora parecían tan apagados como carentes de vida. Unas enormes ojeras se extendían por sus párpados inferiores hasta juntarse con las arrugas de las mejillas, cuya curvatura y profundidad se habían acentuado. Sus labios, cuyo color había disminuido en intensidad hasta asemejarse al tono de la piel, dibujaban una expresión triste y melancólica. Su aspecto, en definitiva, estaba tan demacrado que Reingard se preguntó si realmente había dormido algo desde que abandonaron Justicia del Siegmoné.

- Buenas tardes- dijo con entonación neutra, casi por obligación.

- Buenas sean.

Reingard no se atrevió a decir nada más. Sabía que su amigo tenía tantas pocas ganas de hablar como él de molestarle, así que interrumpió el conato de conversación en este punto.

Noyver no tardó en aparecer acompañado de su amante. Ambos se acercaron montados en sus corceles, dos magníficos ejemplares importados del lejano sur. A sus espaldas, la luz naranja de un sol crepuscular alargaba sus sombras indefinidamente.

- Sigamos.

Eso fue todo lo que dijo el príncipe qarmata antes de hacer girar su montura para encararla en la dirección correcta. Reingard se dio cuenta de que la larga perorata pronunciada en la cima de la colina iba a ser la excepción que confirmaría la norma del Tal’imran, consistente en dirigir solamente las palabras justas y necesarias a sus vasallos. Cualquier otra cosa sería rebajarse demasiado.

A diferencia del día anterior, esta vez los sometidos escoltaron la procesión fúnebre, que era como Reingard la consideraba teniendo en cuenta su previsible final. Pasada la aldea, el camino se ensanchaba progresivamente, lo que permitió a los viajeros avanzar en grupos de dos. Noyver y la sometida montaban delante, y los dos reyes los seguían de cerca. El esbirro que despertó al rey kulmeh encabezaba la marcha, y su compañero la cerraba.

Por la dirección y el terreno, Reingard dedujo que estaban abandonando el valle del Okba por el norte, internándose de esta manera en Akay, el país de los bárbaros. No sabía cuáles eran las razones de Noyver, ni tampoco las ventajas de escoger esta ruta en vez de la opción meridional a través del Gotten Law. Tampoco le importaba demasiado, ya que sabía que ambos trayectos eran extremadamente peligrosos y que la muerte u otro final peor podía sobrevenirles en cualquier sitio.

La preocupación más inmediata del rey kulmeh, sin embargo, no era el incierto desenlace del viaje, sino el estado de su amigo. Cada vez que lo miraba de reojo veía lo mismo: el rey namirio, más que una persona, parecía un saco atado a la silla de montar. Su cuerpo inerte se meneaba al son del trote del caballo como si fuera un bulto, y su expresión apenas cambiaba. Ni siquiera mostró ningún tipo de reacción cuando Reingard pasó a observarlo directamente y sin disimulo.

Poco después de la puesta del Sol, el sometido que marcaba el paso se detuvo en seco. De repente, y sin motivo aparente, los caballos se encabritaron y empezaron a relinchar. Reingard escrutó el entorno a través de sus ojos poco adaptados a la oscuridad, pero no vio nada. Lo que sí constató es que estaban en un lugar perfecto para sufrir una emboscada.

Sus peores temores no tardaron en verse confirmados. Su flanco izquierdo era una pared natural de roca que pronto se vio coronada por varios halos de luces. Por su derecha,  casi al mismo tiempo, aparecieron varias sombras más portando antorchas encendidas. Reingard tragó saliva con dificultad y miró instintivamente a su amigo, que seguía con su actitud ausente.

Alguien habló desde lo alto del barranco en un idioma que Reingard entendió parcialmente, ya que parte del vocabulario era de origen kulmeh. El fuerte acento bárbaro indicaba, por otra parte, que los desconocidos eran habitantes autóctonos del valle. Luego habló otro, al que pronto se le unió una tercera voz. Finalmente, la procesión fúnebre quedó en medio de un diálogo ininteligible que se desarrollaba a gritos desde lo alto de la roca.

La atención de Reingard oscilaba entre la conversación de los bárbaros y la posible reacción de sus compañeros de viaje. Llegó a entender a uno que preguntó si eran ellos las personas que buscaban, y a otro que lo confirmó, añadiendo que eran con toda seguridad los asesinos de la aldea. El intercambio de gritos se detuvo en seco para dar paso a una voz solemne y clara.

- Estáis rodeados y no tenéis escapatoria. Se os acusa de asaltar una aldea y asesinar a sus habitantes. ¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?

Reingard no pudo distinguir a la persona que hablaba, pero por su forma de hablar, culta y en un kulmeh muy correcto, supo que se trataba de alguien importante, seguramente un señor local. El silencio más absoluto fue todo lo que recibió por respuesta.

- Repito. ¿Tenéis algo que alegar? Si me entendéis, sugiero que contestéis rápido, antes de que sea demasiado tarde.

Otra vez el silencio. Reingard sentía la imperiosa necesidad de responder, pero no se atrevía a hacerlo por miedo a la reacción de Noyver. Sabía que si el príncipe qarmata no hablaba no era por desconocimiento del idioma, sino por voluntad. Por otra parte, ¿qué iba a decir? Efectivamente, ellos eran los autores de la masacre. No había nada que alegar en su defensa.

- Último aviso. ¿Algo que decir?

Reingard giró bruscamente su cabeza y miró en todas direcciones con los ojos desorbitados por el miedo. ¿Es que nadie estaba dispuesto a mover un dedo para defenderse? Noyver y su amante seguían inmutables, sin ni siquiera mirar hacia arriba o hacia la pendiente del flanco derecho por donde los atacantes no habían dejado de avanzar. Alric, por su parte, seguía sumido en la misma parálisis que arrastraba desde que abandonaron la aldea.

- ¡Queremos un juicio justo!- exclamó finalmente Reingard al constatar que nadie hablaría por él.

- Demasiado tarde. El pueblo ya ha dictado sentencia. ¡Atacad!

El primer sonido que llegó a sus oídos fue el que producen las cuerdas de los arcos al tensarse. Reingard no daba crédito a lo que veía: estaban a punto de recibir una andanada de flechas sobre sus cabezas y a nadie parecía importarle lo más mínimo.

- ¡Apuntad!

Los arqueros encararon sus flechas hacia los objetivos y terminaron de tensar las cuerdas. Reingard cerró los ojos y se despidió mentalmente del mundo al mismo tiempo que sus labios pronunciaban una oración.

- ¡Disparad!

Revuelo, graznidos y gritos de dolor. Y silbidos de flechas que cortaban el aire. Una mezcla de todo ello es lo que escuchó el rey kulmeh antes de atreverse a abrir los ojos de nuevo. Cuando lo hizo, lo primero que vio fue el reflejo de puntas metálicas que caían a toda velocidad y se clavaban con furia en el suelo del camino, a pocos metros de donde estaba. Ningún proyectil acertó. Luego dirigió su atención a la parte alta de la pared y vio que una marabunta de sombras humanas se batía contra otras sombras voladoras. Algunos cuerpos empezaron a precipitarse por el despeñadero entre gemidos de dolor y terror. Uno de los cadáveres rodó después de impactar contra el suelo, y sólo se detuvo cuando chocó con las patas del caballo de Alric.

Poco a poco, la barahúnda procedente de la parte alta del barranco aminoró. En total, Reingard contó tres cuerpos despeñados y otros tantos muertos en lo alto la roca. Estos últimos no podía verlos, pero por sus chillidos iniciales y su silencio posterior era fácil intuir su suerte. Las sombras voladoras que acababan de diezmar el flanco izquierdo de la emboscada se desplazaron coordinadamente hasta situarse a pocos metros de las cabezas del grupo. Daban vueltas en uno y otro sentido, y no paraban de graznar. El rey kulmeh entendió perfectamente lo ocurrido. Por primera vez en su vida había sido testigo del poder de convocatoria de los Tal’imran.

Acto seguido, el rey kulmeh vio que la sometida bajaba de su caballo y se disponía a salir del camino. Los otros dos sometidos se le unieron enseguida, y juntos empezaron a descender por la pendiente del campo que quedaba a la derecha. Los desconocidos que amenazaban al grupo por ese flanco se habían detenido tan pronto como escucharon el macabro espectáculo del barranco. Reingard contó seis antorchas, pero podían ser muchos más, escondidos entre las sombras.

La batalla iba a ser, desde el punto de vista numérico, claramente desigual, pero Reingard sabía que esa circunstancia no representaba ninguna ventaja para quienes tenían que hacer frente a los demonios tocados por la maldición del Siegmoné. Como si intuyeran lo que les esperaba, los bárbaros empezaron a proferir gritos de guerra y a marchar al encuentro del enemigo. Los dos bandos avanzaban tranquilamente, sin prisas. Los sometidos en completo silencio, los bárbaros con la aparatosidad propia de su cultura guerrera.

Reingard se dio cuenta de que su amigo había vuelto al mundo de los vivos cuando lo vio pasar ante él. Ni siquiera lo había oído desmontar. Alric avanzó hasta el margen del camino, y allí se detuvo, observando el terreno que estaba a punto de convertirse en un campo de batalla. Noyver, en cambio, seguía montado y en la misma posición, sin mostrar ningún interés por el desarrollo de los acontecimientos. La única novedad es que esta vez estaba algo más entretenido, acariciando el cuello de un cuervo que se acababa de instalar sobre su antebrazo.

Sin más alternativas, Reingard decidió bajar del caballo y situarse cerca de su amigo. Para cuando llegó a su posición, los dos grupos ya estaban a punto de enzarzarse en combate. Éste empezó con un baile de sombras acompañado de destellos puntuales producidos por el reflejo de la luz de las antorchas en las hojas de las espadas. Las estridentes bravuconadas de los bárbaros pronto fueron sustituidas por el silencio, y éste por el sonido que produce el metal cuando corta la carne. Apenas hubo indicios de que alguna de las estocadas fuera bloqueada; parecía como si todos los impactos acertaban de lleno su objetivo. Reingard esperaba escuchar exclamaciones de dolor, pero lo único que percibió fueron gritos ahogados y apagados. De vez en cuando volaba algún objeto, y el rey kulmeh interpretó que eran partes mutiladas de los cuerpos de los combatientes. Al final, el atenuado fragor de la batalla no duró más de dos minutos. Pasado este tiempo, la tranquilidad sosegada de la noche volvió a invadir la pradera.

Desde el epicentro de la batalla emergieron tres sombras, que Alric identificó de inmediato:

- Ya vuelven. Esos desalmados ya vuelven.

Reingard no supo si alegrarse por escuchar de nuevo la voz de su amigo o deprimirse por el evidente resultado de la refriega. Mientras los tres sometidos volvían sobre sus pasos, los dos reyes regresaron a sus caballos. Noyver alzó su brazo y dejó volar libre al cuervo que había en él. Éste ganó altura rápidamente, y cuando se unió a sus congéneres, el círculo que formaban se rompió. Las aves se dispersaron bruscamente, dejando tras de sí una lluvia de plumas negras.

Los vencedores pisaron de nuevo el camino sin pompa ni vanagloria. Cada uno se dirigió a su montura y se preparó para reemprender la marcha, sin más aspavientos. Cualquiera diría que regresaban después de haberse retirado para mear, pero la realidad era muy diferente: volvían victoriosos de una batalla en la que se habían jugado no sólo sus vidas, sino también el futuro de un imperio. Sin embargo, parecía como si aquel suceso hubiera sido un mero trámite, una formalidad rutinaria.

La marcha de los horrores, como pensó Alric, seguía su curso.






El amanecer de aquel nuevo día fue especialmente frío. Reingard, harto de apretar sus mandíbulas para disimular el repiqueteo de los dientes, detuvo su caballo, desmontó y sacó una manta que tenía enrollada y atada en la parte trasera de la silla. Lo hizo sin pedir permiso ni informar a sus compañeros, que siguieron su avance sin prestarle atención. Luego usó la manta a modo de capa, que se sumaba a la que ya llevaba, y espoleó a su cabalgadura con vehemencia para alcanzar al grupo.

Después de haber presenciado la batalla como si de un espectáculo teatral se tratara, Alric estaba más animado. Seguía absorto en sus pensamientos, pero su expresión había cambiado. Ya no era, al menos, el alma en pena de antes.

Reingard se dio cuenta de ello, y aprovechó la ocasión para iniciar una conversación, algo que deseaba desde hacía muchas horas.

- ¿Estás bien?

- Podría estar mejor.

- No hace falta que lo jures.

Alric no se dignó ni a mirar a su amigo cuando le habló, y Reingard lo interpretó como una señal de sus pocas ganas de conversar. Sin embargo, y para su sorpresa, el rey namirio retomó la palabra de la forma menos pensada.

- Como ves, no tenemos nada que temer. Estamos bien protegidos.

Reingard, extrañado, no supo si debía entender la declaración de su amigo en clave de ironía o en su sentido literal. La sonrisa burlesca que vio después no lo ayudó a resolver el misterio. 

- Ese es el problema. Demasiado bien protegidos.

- ¿Sabes dónde estamos?

- En la vertiente akaya del valle del Okba, ¿no?

- Exacto.

- Y cada vez nos adentramos más en el país de los bárbaros.

- Ahí quería llegar. ¿No te dice nada esto?

- Me lo he preguntado en más de una ocasión. He tenido mucho tiempo para pensar.

- ¿Y qué opinas?

- ¿Que le caen mejor los akayos que los kulmeh?

Reingard señaló con su cabeza hacia delante al mismo que formulaba la pregunta. Se refería, obviamente, a Noyver, pero no quiso pronunciar su nombre.

- Eso, o que la situación en el Gotten Law está mucho peor de lo que nos han contado.

- Alric, todo el Gotten Law, y especialmente la provincia de Kulm, están sumidos en una guerra civil. Eso no es ningún secreto.

- Tú lo has dicho, una guerra civil. En la que se supone, por cierto, que hay dos bandos, uno leal y otro rebelde.

- Correcto.

- Por lo tanto… ¿no te parece extraño que hayamos renunciado a pasar por un territorio en el que todavía nos quedan aliados para optar por otro en el que sólo tenemos enemigos?

- Sí, visto así, no te negaré que parece raro.

- A no ser que, como creo, la provincia de Kulm ya esté perdida y se haya convertido en tierra hostil.

- Tiene sentido.

Reingard observaba continuamente la espalda de Noyver en busca de algún indicio que le confirmara que los podía oír. No estaba cerca, pero su experiencia le recordaba que los sentidos de los Tal’imran no podían medirse según los parámetros humanos corrientes. Alric también lo sabía, pero actuaba como si lo hubiera olvidado o le diera igual.

- En cualquier caso, poco podemos hacer- continuó el rey kulmeh.

- Al contrario, si todo el viaje discurre por Akay, estaremos en terreno favorable.

- Deja de pensar en eso. Creo que las circunstancias han cambiado lo suficiente como para replantearnos las cosas- esto último lo dijo en voz muy baja y con la cabeza enrojecida por el miedo. En ningún momento apartó la mirada de Noyver.

- ¿Es que no vamos a descansar hoy?

El repentino cambio de tema de Alric fue una concesión a la manifiesta incomodidad de su amigo. Sin embargo, la pregunta retórica tenía todo el sentido. El sol ya había salido, y seguían sin hacer un alto para dormir. Tanto Alric como Reingard hacía rato que cabeceaban, y la sensación de sueño iba en aumento. Si el Tal’imran no se dignaba a detener la marcha en breve tendrían que ser ellos quienes lo pidieran.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Noyver ordenó a los que iban detrás que se desviaran a la izquierda en la próxima bifurcación. El nuevo camino resultó ser un sendero que se empinaba por la ladera casi a través. El desnivel que salvaron los sufridos caballos durante las primeras decenas de metros fue notable, y eso, unido a lo resbaladizo del suelo, dificultó la ascensión sobremanera. Al final, Reingard optó por bajar del caballo y continuar a pie. Alric lo imitó poco después.

Una vez superaron una arboleda, los viajeros divisaron una torre en lo alto de un risco, a lo lejos. En aquel punto, el sendero se dividía en una multitud de veredas abiertas por el tránsito del ganado, y Noyver tomó la que llevaba directamente a la construcción.

Mientras recorrían la distancia que los separaba de su destino ascendiendo a través del collado, los dos reyes no dejaban de observar la imponente figura que se alzaba ante ellos. Reingard identificó el origen kulmeh de la plaza tan pronto como se hicieron visibles algunos detalles, hasta ese momento ocultos por la distancia. Muy probablemente, pensó, aquella torre se remontaba a la época de esplendor del Gran Kulm, cuando el legendario reino kulmeh se propuso la colonización de las tierras bárbaras más allá del Okba. Posteriormente, con su decadencia y futura desintegración, el edificio quedaría abandonado, lo que explicaría su estado ruinoso actual. Aun así, el paso de los siglos no había hecho mella en su majestuosidad ni en su belleza. El emplazamiento era perfecto, ya que desde esa posición se podía controlar todo el valle así como los montes del norte. Reingard no conocía la historia particular de ese rincón del Gottenmorth, pero podía imaginársela: gracias a puntos de avanzada como aquél, se hizo posible el intercambio comercial y cultural entre Akay y el Gran Kulm, lo que a su vez redundó en la prosperidad del reino y en su magnífico legado. Más que nadie en el grupo, la visión de la torre hizo que Reingard se sintiera como en casa. A fin de cuentas, él era el descendiente de los soberanos del gran reino que había llevado la civilización más al norte, superando por primera la frontera natural que suponía el Okba, hasta entonces el confín del mundo conocido.

Alric, completamente ajeno al repentino sentimiento de nostalgia patriótica que había invadido a su amigo, prefería pensar en las implicaciones prácticas de la decisión de Noyver. Al principio le embargó una sensación de alivio. Si lo que pretendía el príncipe qarmata era buscar un lugar donde hospedarse, un edificio aparentemente abandonado era una opción mucho mejor que una aldea habitada, teniendo en cuenta el precedente del día anterior. Pero luego le asaltó una incertidumbre inquietante: ¿realmente no encontrarían a nadie en la torre? Empezó a dudarlo seriamente.

Pero había otra cuestión que le suscitaba aun más recelos: cuanto más se acercaban al risco más se evidenciaba que el acceso a la torre no sería fácil, y que muy probablemente tendrían que cubrir el último tramo a pie. Además, el nuevo destino los había hecho desviar notablemente del rumbo habitual. Hasta entonces habían remontado el río en dirección sureste, y ahora marchaban perpendiculares a él en dirección noroeste. Si el propósito era sólo descansar y dormir, ¿para qué tomarse tantas molestias? Podrían haber elegido cualquier otro lugar igual de conveniente pero mucho más accesible, y sobre todo menos apartado. Un montículo o cueva de las muchas que había en el valle les hubieran servido, pero en cambio ahí estaban, ascendiendo a duras penas por aquel cerco que parecía interminable. Todos estos factores juntos hicieron suponer a Alric que en la decisión de Noyver había algo más que la simple búsqueda de un improvisado albergue. En cualquier caso, prefirió no darle más vueltas. Tampoco podía hacer otra cosa aparte de continuar y aguardar la sorpresa.

Reingard notó que su caballo estaba realmente cansado cuando éste empezó a menear continuamente la cabeza y a relinchar. Le acarició el cuello y pasó la mano por su crin para calmarlo, y luego observó el terreno que tenía por delante. Entonces se dio cuenta de que estaban a punto de alcanzar la cumbre de la loma.

Noyver, poco después, frenó su montura y ordenó a los otros que se detuvieran. Uno de los sometidos desmontó y se acercó a los dos reyes, que estaban a unos metros de distancia.

-  Bajad y seguidme con los caballos- dijo en un qarmata medio poco claro.

Alric y Reingard hicieron lo que se les pidió y empezaron a andar tras él. Mientras se alejaba del resto del grupo, el rey namirio no pudo evitar volverse un momento y observarlos, y lo que vio confirmó sus sospechas: tanto Noyver como la sometida y su compañero estaban preparando sus armas.

El sometido que los acompañaba se detuvo cerca de un árbol solitario y ató su caballo en él. Los dos reyes hicieron lo mismo y luego observaron su entorno. Desde ese punto ya no podían ver a sus compañeros de viaje ni tampoco la torre, que quedaba escondida tras la loma.

- ¿Qué hacemos aquí?- preguntó Reingard al sometido, sin mirarlo.

- Disfrutad del paisaje o dormid, pero no os mováis de aquí.

Dicho esto, el gigante se sentó en el suelo, bajó el ala de su sombrero hasta ocultar su cara y apoyó su espalda en el tronco. A partir de entonces ya no dio más señales de vida.

Parte II. Capítulo 38.


No era necesario



Había anochecido, pero el camino seguía siendo perfectamente visible gracias a los continuos rayos que descargaban en el horizonte. Cada vez que explosionaba uno de esos enigmáticos haces de luz, los dos reyes observaban la espalda de Noyver, que encabezaba la marcha. No era la primera vez que llovía aquella semana, como indicaban los numerosos charcos de lodo en los que se hundían las pezuñas de los caballos. El sendero por el que transitaban se había hecho cada vez más estrecho, hasta obligarles a formar en fila. Reingard prefirió ir en medio, y Alric no tuvo inconveniente.

Al llegar a una bifurcación, Noyver tomó el camino de la derecha. Pronto empezaron a descender por el valle, lo que les hizo suponer que la intención del príncipe qarmata era llegar al río.

El rumor de la corriente, cada vez más estridente, servía de banda sonora a la silenciosa procesión. Los dos reyes habían optado por hacer el vacío a Noyver otra vez desde que éste les confesó por la mañana la naturaleza de sus experimentos. No les apetecía en absoluto confraternizar con alguien que era capaz de torturar y matar a sangre fría para luego presumir de ello.

Noyver desmontó tan pronto como llegó a la ribera, cogió su caballo por las riendas y lo condujo al río para que bebiera. Alric y Reingard hicieron lo propio con sus monturas.

Contrariamente a lo que habían supuesto, el Tal’imran les permitió descansar un rato antes de retomar el viaje. Sin decirles otra cosa más que un escueto “relajaos”, se estiró sobre la hierba apoyando su cabeza sobre sus brazos y cerró los ojos.

Los dos reyes, por su parte, bebieron toda el agua que su cuerpo les permitió y luego se sacaron las botas, se sentaron en la orilla y pusieron sus pies en remojo. Ambos estaban molidos después de haber cabalgado durante horas. Su falta de experiencia en el arte de la monta, consecuencia de una vida entera encerrados entre los límites de una ciudad, les estaba pasando factura.

Alric fue el primero en levantarse, y al hacerlo no pudo reprimir un grito de dolor. Intentó ponerse erecto, pero sólo lo consiguió cuando una repentina punzada en la zona lumbar disminuyó. Empezó a andar en círculos después de darse cuenta de que el movimiento calmaba su sufrimiento.

Cuando Reingard se preparó para reemprender el viaje no pudo evitar mirar al príncipe y preguntarse como podía dormir a pierna suelta en tales circunstancias. Aquel hombre era el segundo heredero de un imperio que se desmoronaba a la par de ser uno de los objetivos más deseados por aquellos que querían saciar su sed de venganza a costa de su familia. Sus posibilidades de salvarse eran mínimas, y en caso de sobrevivir a la victoria enemiga quedaría condenado a vagar el resto de su vida por los bosques y montañas de Gottenmorth, huyendo permanentemente de sus perseguidores. Pero parecía que tales perspectivas, por muy deprimentes que fueran, no le quitaban el sueño. Definitivamente, pensó Reingard, los Tal’imran se guiaban por una lógica que nada tiene que ver con la del resto de los mortales.

Entre tanto, Alric se vio obligado a superar su entumecimiento cuando vio que su caballo, que no estaba atado, se había alejado de la zona en busca de hierba fresca. Después de traerlo de vuelta, Noyver se levantó y ordenó reemprender la marcha.

A partir de ese momento, los tres viajeros remontaron el río Okba por su margen izquierda bajo una mortecina luz lunar que llegaba a ellos filtrada por interminables capas de espesas nubes. Los dos reyes pronto descubrieron que sus monturas estaban entrenadas para seguir al semental de Noyver, así que dejaron preocuparse por la posibilidad de perderlo entre las sombras.

Sin hablar y con la oscuridad como único paisaje, tanto Alric como Reingard sintieron que el viaje se les hacía eterno. Privados de cualquier tipo de distracción, en lo único que podían pensar era en el dolor que se acumulaba en sus espaldas tras horas y horas de monta sin descanso. El primer tramo de ese viaje a ninguna parte al que habían sido obligados había transcurrido entre las depresivas tinieblas de un túnel, y esa segunda etapa no parecía mucho más esperanzadora. Lo único que agradecían era poder respirar aire puro y escuchar los sonidos de la naturaleza.

En algún momento de la interminable marcha, Reingard se preguntó si esa región de Gottenmorth comprendida entre el Qarmat y el Bosque de las Luces y entre Akay y el Gottenlaw estaría despoblada. No tardó en conocer la respuesta. 

Acompañados por las primeras luces del día, los viajeros observaron a lo lejos una delgada columna de humo que se elevaba desde algún lugar tras la espesura del valle. Noyver tomó un sendero que llevaba directamente hacia él y apresuró ligeramente el paso. Siguiendo esa dirección, pronto aparecieron chozas aisladas de madera a ambos lados del camino. Esa novedad llamó poderosamente la atención de los dos reyes, que pasaron a fantasear inocentemente sobre la posibilidad de tomar un buen almuerzo en una abarrotada posada. Después de horas de silvestre soledad, lo que verdaderamente echaban de menos era el calor humano.

Sus más imperiosos deseos empezaron a verse truncados cuando cruzaron una cerca y se toparon con un reguero de sangre en el camino. Avanzaron un poco más y vieron que el rastro rojo se internaba entre los altos tallos de un pequeño campo de cereales que no había sido segado. Los dos reyes alzaron sus cabezas para conocer el destino del rastro, pero lo único que consiguieron distinguir fue un hueco en medio del mar de tallos y espigas.

Pasados unos metros, y tras un cambio de rasante, una aldea formada por varias casas de una sola planta se irguió ante sus ojos. Noyver se internó en ella y guió su caballo por sus calles sin pavimentar. Alric y Reingard lo seguían de cerca, mirando en todas direcciones en busca de los habitantes del lugar. No tuvieron éxito; el pueblo, sorprendentemente, estaba desierto, pero no parecía en absoluto abandonado, a juzgar por el buen estado en que se encontraban las casas. En seguida se dieron cuenta de que aquello no era normal.

Los dos reyes entendieron perfectamente lo que estaba pasando justo después de doblar a la derecha y tomar una calle que daba a la plaza central. Tan pronto como accedieron a ella, una ligera brisa que arrastraba olor a sangre les dio la bienvenida.

En el centro de la plaza, sentados sobre los arcos de una fuente, los tres sometidos que conocieron en la cima de la colina los esperaban. A su alrededor, tendidos sobre el enlosado, había decenas de cadáveres, hombres, mujeres, ancianos y niños que habían sido asesinados de múltiples maneras. Algunos estaban desmembrados, otros presentaban vistosas heridas, y otros tenían el cuello roto. Muchos cuerpos descansaban sobre enormes charcos se sangre. Otros, en cambio, estaban deformados, lo que daba una idea de la contundencia de los golpes que habían recibido. No parecía que los autores de la masacre hubieran mostrado clemencia por nadie; los niños y mujeres habían caído víctimas del mismo ensañamiento que los varones adultos. Algunos cadáveres estaban boca arriba, mostrando de esta manera expresiones de puro horror congeladas en sus rostros rígidos.    

El hecho de que uno de los sometidos estuviera limpiando su espada con un trapo despejaba cualquier duda acerca de la autoría. Aquellos tres individuos que reposaban tranquilamente en medio de un mar de sangre y muerte acababan de cometer un crimen indescriptible, pero sus expresiones, por el contrario, delataban el típico gozo que provoca el trabajo bien hecho.   

El caballo de Noyver esquivó los restos de los aldeanos y se plantó ante la fuente. Alric y Reingard, por su parte, prefirieron detenerse en el borde de la plaza para controlar a sus monturas, que no paraban de moverse y relinchar.

- El pueblo está limpio y a nuestra disposición.

- Buen trabajo.

Otra vez aquella sometida con cara de demonio. Vestía de negro como mandaban los cánones de su condición, un negro que contrastaba con la palidez de su rostro maquillado y la claridad de su cabello gris. Pero lo que más temor infundía eran sus ojos rojizos cuyo desafiante reflejo era visible desde el punto en que estaban los dos reyes.  Su expresión facial indicaba claramente que estaba tan satisfecha por el reencuentro con su amado como por lo que acababa de pasar en la aldea.

Noyver desmontó y observó su entorno con actitud impasible. El acto inhumano que estaba presenciando no lo alteraba lo más mínimo; ni se complacía por mero sadismo como hacían los sometidos que tenía enfrente ni se le revolvían las tripas como les ocurría al kulmeh y al namirio, que observaban desde detrás. Sencillamente, él estaba por encima del salvajismo de unos y de la urbanidad de otros.

- Buscad una cama y dormid- dijo el Tal’imran a sus dos compañeros de viaje. Luego hizo un gesto a su amada y se retiró con ella.





Paralizados ante una escena de extrema crueldad gratuita, Alric y Reingard necesitaron varios minutos para reponerse. Ambos desmontaron a la vez, y cuando tocaron el suelo descubrieron que sus rodillas temblaban. El rey de los namirios trató de impedirlo todo lo que pudo, pero finalmente se apartó y empezó a vomitar con su cuerpo doblado y sus manos sobre sus muslos. Reingard sintió que todo a su alrededor le daba vueltas, así que buscó una pared y se apoyó en ella para mantenerse en pie.

Por mucho que lo intentaran, los dos amigos no podían apartar su vista de los cadáveres. Sabían que no les hacía ningún bien, pero entendían que el hecho de no ignorarles era su forma instintiva de presentarles sus respetos y pedirles disculpas por lo ocurrido. Ya nadie les devolvería la vida, pero al menos aquellos desgraciados tenían a alguien que los mirara con los ojos de la empatía después de haber sido trágicamente golpeados por las manos de la crueldad y el ademán de la indiferencia.

La mañana avanzaba imparable, y poco a poco el cansancio y el sueño invadieron los cuerpos y conciencias de los dos reyes. Aunque que no les apeteciera en absoluto sabían que tenían que dormir. El príncipe qarmata les había dicho que buscaran una cama, lo que equivalía a profanar la casa de unos muertos cuyos cuerpos seguían calientes. Descartaron esta idea por completo, y en lugar de eso se alejaron todo lo que pudieron de la escena del crimen y se tumbaron junto al cercado de un huerto. Allí dejaron pasar los minutos, hasta que se evidenció que el hambre no los dejaría dormir. Esta vez, Noyver no les proporcionó nada que llevarse a la boca, por lo que debían buscarse la comida ellos mismos. A fin de cuentas, para eso estaban allí.

- Esos cabrones han acabado con la vida de un pueblo entero sólo para que nosotros dispongamos libremente de él. ¿Se puede ser más malvado?- apuntó Reingard con la mirada perdida y el semblante mustio.

- Seguro que se puede. La marcha de los horrores no ha hecho más que empezar.

Los intestinos de los dos reyes no dejaban de producir ruidos, recordándoles insistentemente que tenían que comer si no querían desfallecer de inanición. Un estímulo externo les dio la excusa que necesitaban para sobreponerse a su abatimiento y buscar comida: de algún lugar no muy lejano les llegaba cierto aroma de cocina.

Se levantaron y buscaron el origen del olor. Después de dar varias vueltas, lo encontraron en un caldero colgado sobre una fogata que todavía seguía encendida, delante de la entrada de una casa. Parte del contenido había sido derramado, y el cucharón que se utilizó para remover el caldo estaba partido en dos. Todo ello indicaba que allí se había producido algún tipo de altercado, probablemente originado cuando los sometidos redujeron al dueño de la casa y se lo llevaron a rastras a la plaza para ejecutarlo.

Con mala conciencia, los dos reyes usaron el cucharón para beber del caldo. Saciaron mínimamente su estómago, pero a cambio cargaron sus almas de culpas. No se perdonaban a sí mismos el hecho de que eran parte beneficiada de un crimen tan horrendo, pero no tenían otra salida. Conocían demasiado bien a los Tal’imran como para saber que Noyver no dudaría en dejarlos morir de hambre en caso de que se negaran a hacer uso de los bienes usurpados.

Superada la primera prueba, los siguientes pasos en su proceso de anulación moral fueron menos traumáticos. Después de vaciar el caldero y engullir todo el líquido, Reingard empujó la puerta de la casa con la esperanza de que no ofreciera resistencia. Ésta se abrió sin problemas, y en sus adentros el rey kulmeh agradeció no haber tenido que forzarla, pues ello hubiera acentuando la sensación de violación.

El interior de la vivienda estaba patas arriba. Aquí y allí había trastos desparramados por el suelo, muebles tumbados y una mesa rota. No fue difícil reconstruir los hechos: el sometido entró por sorpresa, propinó una paliza a los inquilinos y luego se los llevó al matadero. No había manchas de sangre, lo que significaba que no se usaron armas blancas en la pelea, si es que podía llamarse así. Normalmente, los combates con sometidos se parecían más a un monólogo de golpes que a un intercambio de estocadas.

Alric y Reingard cruzaron el salón, que ocupaba el centro de la casa, y entraron en una habitación a través de una cortina. Allí encontraron un camastro deshecho, tan sencillo en su estructura como rudimentario en su construcción. No sabían si dormirían cómodos, pero el grueso de las mantas hacía preveer que sí dormirían calientes.

El poco tiempo que estuvieron parados delante de la vivienda les hizo bajar la temperatura corporal, lo que se tradujo en una sensación acusada de frío y temblores. Mientras Alric se sacaba las botas y se acomodaba, Reingard se acercó al hogar, un agujero artificial situado en el centro del salón, e hizo arder un par de troncos aprovechando las brasas que quedaban encendidas. Luego se sentó en un banco de madera que había enfrente, y su amigo se le unió.

Observando unas llamas que se elevaban serpenteantes hasta el techo, los dos reyes intentaron entrar en calor acercando sus manos al fuego y pasándolas calientes por sus cuerpos. No tardaron en dejar de temblar, pero sentían como si su interior siguiera congelado al mismo tiempo que su piel se quemaba.

- ¿Y si huimos?- se preguntó Alric en voz alta.

- ¿Con un Tal’imran y tres sometidos acechándonos? ¿Estás loco?

- Me refería a una huída definitiva.

Reingard reflexionó unos instantes y luego suspiró.

- No estoy preparado.

- Llegado el momento, nadie lo está.

Alric se levantó y se dirigió trastabillando hasta el camastro. Más que acostarse, lo que hizo fue dejarse caer sobre el saco que servía de colchón. Reingard no supo si se durmió al momento o si sólo lo fingió, pero en cualquier caso lo tapó con la manta y luego se tumbó a su lado, listo para sufrir una nueva y demoledora sesión de pesadillas. 

Parte II. Capítulo 37.


Ella



Como si hubiera leído sus pensamientos, Noyver Tal’imran miró fijamente a sus compañeros y empezó a hablar.

- ¿Os gusta? ¿Apreciáis su belleza?

Pronunció estas palabras al mismo tiempo que acariciaba el pelo de la joven con las puntas de sus dedos. Ella sonrió, y juntó su cuerpo aún más al suyo.

Evidentemente, ninguno de los interpelados supo qué decir.

- Ser el segundo en la línea de sucesión, unido al carácter acaparador de mi hermano, me ha permitido gozar de mucho tiempo libre- prosiguió el príncipe qarmata. – Y ese tiempo lo he dedicado a estudiar y comprender los dones del Siegmoné.
“Desde el principio, una de las cosas que más llamó mi atención fue el don de la Exención, o maldición como vosotros lo llamáis, y el privilegio de que goza mi familia como única valedora de su administración. Más concretamente, lo que quería saber era el motivo por el cual ese don se resistía a ser aplicado en mujeres. Es bien sabido entre los Tal’imran que todas las mujeres a las que se ha intentado administrar la Exención han muerto irremediablemente entre terribles dolores. Por ello, mis lejanos antepasados renunciaron a seguir intentándolo, y desde entonces ninguna mujer ha sido sometida al ritual.

Consulté los libros públicos y secretos de nuestra dinastía relativos a la Exención, leí y releí sus páginas hasta la extenuación, pero jamás encontré una respuesta satisfactoria a esta curiosa circunstancia. En todo caso, lo único que se repetía una y otra vez era una misma conclusión: si la mujer no podía ser sometida al don era porque el Siegmoné no lo quería.

Desde el primer momento supe que esta sentencia era un producto de la impotencia más que de la deducción. ¿Qué sentido tenía atribuir tal voluntad al Siegmoné sin basarse en otra prueba más que la experiencia? No, el motivo tenía que ser otro. Si el Siegmoné no hace distinciones de edad, raza, credo u origen social, categorías todas ellas que sólo cobran sentido en la mentalidad humana… ¿por qué iba a discriminar a una parte tan importante de la población de nuestros dominios en base a su género? ¿Qué lógica tiene? La Exención es un don abierto a todo el mundo, lo único que, junto con la muerte, igual al niño y al viejo, al kulmeh y al namirio, al nesudio y al idólatra, al noble y al plebeyo. ¿Por qué no obra igual en el caso del hombre y la mujer? Después de constatar este aparente desequilibrio en el sistema perfecto que orbita alrededor del Siegmoné, me prometí a mi mismo que llegaría al fondo de la cuestión y averiguaría la verdad. Ésta es la prueba del éxito de mi investigación.”

Noyver cogió a la cabizbaja sometida por el pelo y alzó su cara para que los dos reyes la observaran bien. Ella no dejó de sonreír con esa mueca malévola que tantas veces habían visto en otros sometidos varones.

- Lo primero que tenía que hacer era modificar el ritual. Hay varias partes de su mensaje que aluden a la masculinidad del destinatario… tuve que cambiar algunos géneros y conceptos de acuerdo al antiguo idioma qarmata.
“Luego, y eso fue algo más delicado, necesitaba un sujeto de pruebas. Lo encontré fácilmente en una mujer condenada no muy lejos del Qarmat. Apliqué el ritual según la nueva fórmula… y fracasé. El sujeto murió poco después, víctima de un colapso orgánico general. Practiqué la autopsia al cadáver, y constaté que el ritual había destrozado el cuerpo por dentro: algunos órganos estaban desechos, los músculos, atrofiados, y muchos tejidos, destruidos, todo ello acompañado de múltiples hemorragias internas. El primer intento había fracasado estrepitosamente.
Pero la pérdida de ese sujeto no fue en vano, ya que el proceso degenerativo que llevó a su muerte me reveló una información muy valiosa: todo su dolor empezó en un punto muy concreto, su vientre. Allí fue donde se llevó las manos cuando empezó su suplicio, lo que me hizo sospechar que la incompatibilidad femenina con el ritual se debía a algo relacionado con esa parte del cuerpo. Efectivamente, un segundo intento con otro sujeto confirmó tal extremo. La destrucción empezaba en el vientre, y luego se extendía al resto del tronco y las extremidades.”

Reingard y Alric se miraron de reojo, como si cada uno sondeara la reacción gestual del otro. Optaron por no hacer ni decir nada y seguir escuchando.

- El vientre. Esa era la clave. Y más concretamente, lo que había en su interior. La conclusión fue lógica: el aparato digestivo y urinario es igual tanto en hombres como en mujeres, pero no es así en el caso del sistema genital. Ese era el factor diferencial.

Llegado a este punto, sabía que los órganos reproductores tenían mucho que ver con la falta de receptibilidad del cuerpo femenino al don de la Exención, pero desconocía por completo si era posible sortear tal obstáculo. Mi investigación quedó, por tanto, en un punto muerto, y no sabía qué camino seguir a partir de ese momento. Abrumado por una realidad que no lograba entender, decidí aparcar el estudio y centrarme en otras cosas.
“Todo cambió algún tiempo después, mientras leía un viejo tomo de filosofía escrito por el mejor erudito de nuestra nación. El fragmento que me iluminó no tenía nada que ver con mi objeto de estudio, pero sirvió para dar con la clave de la solución. ‘El don del Siegmoné actúa por igual en el cuerpo y en el alma, pero deja la mente libre para que el favorecido pueda seguir contemplando y conociendo a la Esencia de los Mundos desde su limitada comprensión. El don del Siegmoné, que actúa en el cuerpo y en el alma como un doloroso embarazo, exige una entrega completa por parte del favorecido: solamente aquellos que han consagrado su parcialidad al Todo podrán gozar de la mayor gracia que cualquier ser haya recibido jamás’.
Eso fue lo que leí. ¿Os dais cuenta de la profunda verdad que revelan estas sabias palabras?”

Los dos reyes asumieron el silencio por respuesta. La expresión de Noyver daba a entender que, más que hablarles a ellos, lo que hacía era reflexionar en voz alta.

- Efectivamente, el cuerpo de la mujer está preparado para concebir y albergar una vida en él. Esta consagrado, por así decirlo, a un fin parcial que no es el del Todo. Y es por ello que su ser rechaza el ritual de la Exención, que es uno de los dones más conocidos del Siegmoné. Si este don actúa en el favorecido como un doloroso embarazo, cualquier mujer que esté preparada para ser embarazada por otros medios jamás podrá gozar de una gracia mayor.

Dicho esto, Noyver volvió a acariciar la cabeza de su amada. Sus labios negros volvieron a formar una siniestra sonrisa.

- El siguiente paso estaba claro. Tenía que buscar un sujeto cuyo cuerpo no pudiera concebir. Tal sujeto bien podía ser una mujer demasiado vieja o demasiado joven, o una mujer estéril. Los siguientes meses los dediqué plenamente a dar con el sujeto ideal. Movilicé a toda una red de espías e informadores para que me proporcionaran mujeres condenadas por cualquier tipo de delito y que cumplieran alguna de estas tres condiciones: que fueran ancianas, que fueran niñas, o que estuvieran casadas y no tuvieran hijos. Apliqué el ritual en todas ellas, y aunque ninguna sobrevivió, muchas reaccionaron de una forma muy diferente a como lo habían hecho las dos primeras. Murieron, sí, pero no de la misma manera. Murieron como mueren muchos hombres que son sometidos al mismo suplicio y no lo superan: su alma expira, pero su cuerpo queda intacto. Estaba, pues, en el buen camino.

Alric y Reingard tuvieron que hacer un verdadero esfuerzo para no expresar externamente sus sentimientos y reprimir las náuseas. Cuanto más les contaba el Tal’imran más aumentaba su repulsa hacia él y su mundo.

- Cierto día, uno de mis agentes me trajo una adolescente kulmeh originaria de Tergeist. Había sido condenada a muerte por un tribunal. ¿El motivo de la sentencia? Al parecer, había… intimado con un joven aristócrata namirio, violando de esta manera las leyes de segregación racial. En realidad, todo el mundo sabía que el namirio había abusado de ella, pero eso no impidió que tanto los congéneres de la víctima como los del agresor pidieran su cabeza para lavar con sangre el deshonor y la vergüenza. Mi colaborador la sacó del patíbulo justo antes de que la colgaran.

Noyver contó esta parte de la historia con una macabra mueca de autocomplacencia, ya que el suceso narrado tenía muy poco que decir a favor de una pretendida superioridad moral de los kulmeh y los namirios respecto a los qarmatas.

- Interrogué a la moza tan pronto como se personó ante mí, y averigüé varias cosas interesantes. Según me contó, llevaba dos años manteniendo relaciones sexuales regulares y continuadas con el namirio, y aún así no quedó embarazada. Por otra parte, estaba en edad de sangrar, pero jamás había menstruado. En conclusión: acababa de dar con la candidata ideal.
“El resto de la historia es previsible. Administré el ritual al sujeto, y tras un intenso dolor que duró mucho más de lo normal, la sometida sobrevivió.”

Noyver alzó el brazo y lo extendió sobre los hombros de la chica. Ella, a modo de reacción, besó la mejilla del príncipe. Ni Alric ni Reingard hacían ya ningún esfuerzo para disimular su asco.

Después de concluir su desagradable exposición, Noyver y la sometida se levantaron y se retiraron. Poco a poco, el sueño fue venciendo a los dos reyes. Cada vez que se les cerraban los ojos aparecían en sus mentes visiones espeluznantes que les obligaban a recobrar la consciencia para cerciorarse de que no eran reales. No querían dormir para evitar verse invadidos por sus demonios, pero no pudieron resistir mucho tiempo. Hacia media mañana de aquel día que se presentaba frío y oscuro, Reingard y Alric quedaron a merced de las pesadillas.





- Despierta. Tenemos que seguir.

Esas fueron las primeras palabras que oyó Reingard. Mientras se frotaba su rostro agarrotado por el sueño y el frío, se dio cuenta de que su amigo no estaba a su lado. La persona que tenía ante él era Noyver, quien estaba golpeando su brazo con la parte roma de la espada.

Nada más sacarse de encima la manta que lo tapaba empezó a tiritar. Necesitó varios segundos para asumir la realidad después de pasar demasiadas horas debatiéndose entre la cordura y la locura entre los oscuros recovecos de la subconciencia.   

Con gran dificultad a causa de las punzantes agujetas que aquejaban sus piernas, el rey kulmeh consiguió ponerse en pie. El cielo seguía tan o más nublado que por la mañana, pero eso no impidió que la escasa luz diurna lo molestara. Se apoyó en la pared rocosa que había tras él e intentó recuperarse del horror sufrido durante el sueño.

Noyver, entretanto, había desaparecido. Reingard cogió la manta del suelo y se cubrió con ella de nuevo. Hizo ademán de desplazarse al otro lado la cima, pero al instante apareció Alric desde el otro lado del monolito y fue a su encuentro con una sonrisa cansada dibujada en su demacrado rostro.

- Buenos días, amigo.

El rey namirio también se había ataviado con su pesada capa para protegerse del frío. Una espesa nube de vapor emanaba de su boca.

- Buenos días. ¿Dónde están todos?

- Noyver nos espera abajo con unos caballos. Los demás, no tengo ni idea.

Alric sacó un pequeño cartucho del bolsillo de su capa y se lo entregó.

- Toma, come un poco de cecina.

Después de tomar el tardío desayuno, los dos reyes cargaron a sus espaldas un par de pesados zurrones que se encontraron junto al monolito e iniciaron el descenso por el sendero que serpenteaba alrededor de la colina. Alric se resintió de las rodillas, que siempre le dolían cuando la humedad era alta o cuando caminaba mucho, por lo que se apoyaba continuamente en rocas y árboles para aliviar el peso que soportaban las piernas. Su amigo le propuso cargar su zurrón, pero se negó.

Tal y como estaba previsto, dos caballos negros los esperaban al final de la cuesta. Estaban pertrechados con abultadas alforjas y buenas sillas de montar, listos para emprender un largo viaje. Reingard se acercó a una de las monturas y acarició su cuello. El animal, mirándolo de reojo, resopló e inclinó su cabeza.

- Creo que me voy a quedar este.

Alric se acercó al otro caballo y comprobó que la silla estaba bien sujeta. Luego colocó su zurrón en la parte de atrás del lomo y lo fijó con correas que ya estaban provistas para ello.

- ¿Dónde estará Noyver?

- A saber.

Reingard intentó montar pero lo hizo de forma insegura, entre tambaleos y pérdidas de equilibrio. Lo logró al tercer intento, cabreado a causa de su torpeza. Alric, a quien la perspectiva de cabalgar aún le gustaba menos, prefirió esperar al príncipe sentado sobre una piedra.

- ¿Crees que la conversación de la mañana tuvo lugar realmente o formó parte de una pesadilla que no podemos controlar?- preguntó el rey kulmeh mirando al horizonte.

- Sí, era una pesadilla, pero estábamos soñando despiertos.

Alric había arrancado el tallo de una planta y lo usaba para sacarse un trozo de comida que le había quedado entre los dientes. Su amigo escudriñó el entorno antes volver a hablar.

- ¿Cómo se puede ser tan hijo de puta?

- Siendo un Tal’imran.

El rey namirio, en cambio, respondió sin precaverse.

- Y eso que en teoría… Noyver es el hermano bueno.

- Quién lo hubiese jurado.

Para distraerse de la tensa espera, tanto Reingard como Alric buscaron un pasatiempo. El primero lo encontró en la crin de su montura, que cepillaba con sus dedos, y el segundo en un hormiguero cercano a la roca donde estaba sentado. Observaba como los diminutos insectos, intuyendo la proximidad de la tormenta, corrían de un lado a otro transportando todo el alimento que podían cargar.

- Caballeros, hora de marchar.

Noyver apareció de la nada montado sobre su corcel. Sus dos compañeros salieron abruptamente de su ensimismamiento y se dispusieron para partir.

Parte II. Capítulo 36.


Volver a nacer



Cuando el guía se detuvo por última vez para palpar la roca, tanto Reingard como Alric se desplomaron. La larga caminata por las entrañas de la tierra los había dejado exhaustos, y el penetrante frío de aquellas galerías que jamás habían conocido el Sol entumecía sus torturados miembros hasta el punto de perder el control sobre ellos. Los continuos mareos provocados por la falta de oxígeno y la sensación galopante de claustrofobia hicieron el resto.

Noyver Tal’imran pasó completamente a oscuras por encima de sus dos compañeros de viaje sin llegar a tocarlos en ningún momento, y se situó a la altura de su congénere. Éste siguió estudiando la pared natural hasta dar con un mensaje gravado, que leyó con el tacto.

- Alteza, es aquí. Hemos llegado.

- Ábrela.

El qarmata escarbó con sus dedos la compacta tierra acumulada en una hendidura, lo que provocó sonoros desprendimientos magnificados por el eco de la galería. Al fondo había otro mecanismo, que no dudó en accionar de inmediato.

Al principio, todo siguió en silencio. Luego percibieron un lejano y tenue ruido parecido al que produce una cadena cuando fricciona con los dientes de las poleas. Esta novedad llamó la atención de Alric y Reingard, que seguían tumbados en el suelo y con serios problemas para mantenerse conscientes. Abrieron los ojos de par en par, aunque no por ello vieron más que tinieblas negras.

Poco después, el sonido de un complejo sistema de engranajes y cadenas en funcionamiento era perfectamente perceptible para sus oídos acostumbrados al silencio. El rumor parecía llegarles desde todas direcciones, lo que puso a los dos reyes en guardia. El suelo empezó a temblar ligeramente, al mismo tiempo que una mezcla de tierra, piedrecitas y raíces rotas empezó a caerles encima desde el techo. El kulmeh y el namirio, asustados, se incorporaron y se sentaron apoyándose en la pared.

El ruido mecánico sostenido cesó dando paso a otro mucho más estridente y cercano: la roca que estaba ante ellos y que bloqueaba el corredor se estaba abriendo, literalmente, por la mitad. El agujero que quedó no era muy grande, lo justo para que pudieran pasar contorsionando mínimamente el cuerpo. Antes, empero, Noyver y el guía intercambiaron unas palabras en su complicado idioma que sus dos compañeros interpretaron como una despedida. Efectivamente, el qarmata desconocido, después de pronunciar su última palabra, dio media vuelta y empezó a deshacer sus pasos por la interminable galería. Alric pensó en lo que le esperaba, esta vez completamente solo, hasta alcanzar la Fortaleza de nuevo, y sólo de imaginárselo se estremeció y se le atragantó la saliva.

- Señores, este es el camino.

Noyver cogió la mano de Reingard, tiró de él y lo levantó. Luego hizo que se agachara y lo guió para que se introdujera por el agujero recientemente abierto. Mientras el Tal’imran repetía la misma operación con su amigo, el rey kulmeh enseguida se dio cuenta de que en la nueva estancia se respiraba mucho mejor, y olía distinto.

Acompañados por los sonidos de piedrecitas que todavía se desprendían del techo y de las paredes, los tres viajantes emprendieron una ascensión que, suponían, los llevaría a la superficie. La pendiente, cada vez más pronunciada, obligó a los dos reyes a doblar sus cuerpos hacia delante para mantener el equilibrio y facilitar el paso. Noyver encabezaba la marcha esta vez, y la dificultad de la subida parecía que no hacía mella en él; al contrario de sus dos compañeros, que habían optado por avanzar a gatas, él continuaba erecto y sin dar muestras de cansancio. 

Los jadeos provocados por el esfuerzo de la ascensión no impidieron que Alric y Reingard pudieran respirar, por primera vez en horas, a pleno pulmón, lo que hizo que disminuyera la opresión que sentían en el pecho y el mareo que nublaba sus consciencias. La perspectiva de salir de aquel infierno en las profundidades del subsuelo hizo que recobraran las fuerzas, aunque en ese momento la marcha fuera mucho más dura a causa del desnivel. Avanzando todavía a gatas, a ambos les dio un vuelco el corazón cuando sus manos dejaron de hundirse en la fina capa de lodo del suelo y pasaron a palpar piedra labrada. Con ello interpretaron que la salida estaba cerca.

Efectivamente, una ligera corriente de aire les indicó que ya estaban cerca del final. La oscuridad seguía siendo completa, pero el ambiente era mucho menos denso, parecido al de una bodega en el sótano de una casa. Durante ese último tramo del trayecto tuvieron que hacer un verdadero esfuerzo para no resbalar. La pendiente se empinaba más y más, pero seguían sin aparecer unos ansiados escalones que facilitaran el paso. En vez de eso, las losas se asemejaban a un bloque de hielo.

Alric y Reingard pronto descubrieron por el tacto que a ambos laterales del suelo de la galería había unos soportes de metal que servían de agarraderas. A partir de entonces, siguieron ascendiendo buscando desesperadamente la siguiente pieza antes de que los pies les fallaran y se deslizaran hacia abajo. La alegría de ver pronto la luz al final del túnel se vio rápidamente sustituida por el miedo a resbalar y bajar rodando hasta los horrores del abismo sin poder hacer nada por evitarlo.

Desde la perspectiva de los dos reyes, cómo se las había arreglado Noyver para seguir ascendiendo era una absoluta incógnita. Escuchaban sus pasos, firmes y regulares, a pocos metros por delante, pero no tenían ni idea de cómo se lo hacía para no resbalar. Si no fuera porque ellos conocían a los qarmatas mejor que nadie, y por lo tanto sabían que eran mucho más humanos de lo que la gente creía, darían crédito a las leyendas populares que corrían por todo el continente referentes a su supuesta capacidad de levitar e incluso de volar.

En cualquier caso, cuando el dolor de los brazos, que se estaban llevando la peor parte en la ascensión, y los latidos del corazón producidos por el terror de volver al precipicio en cualquier momento eran ya insoportables, Noyver se detuvo. Ellos, instintivamente, hicieron lo mismo, firmemente agarrados al último asidero que alcanzaron. Sólo entonces se dieron cuenta de que respiraban, por primera vez después de interminables horas de sufrimiento en las entrañas de la tierra, aire exterior. Noyver levantó una trampilla, lo que provocó un desprendimiento inmediato de tierra que bajó a toda velocidad por la pendiente.

- Seguid adelante.

Al oír esta instrucción, los dos reyes se limpiaron la cara de la tierra que les había caído encima y siguieron subiendo a gatas. Pronto notaron el viento en sus sudorosos rostros, lo que les provocó varios escalofríos. A causa de la dureza de la subida, hacía rato que habían abandonado el frío del subsuelo por el acaloramiento del esfuerzo físico.

Reingard fue el primero en alcanzar la superficie. Tan pronto como salió por el agujero, se desplazó a cuatro patas hacia un lado y empezó a vomitar saliva. Alric lo siguió de cerca, con sus ojos llorosos y su corazón en un puño.

Y así fue como los dos máximos líderes de las dos civilizaciones más importantes de Gottenmorth salieron del útero de la Madre Tierra tras un largo y doloroso parto. No vieron la ansiada luz que esperaban porque era de noche, pero ya nadie podía robarles esa dulce sensación de volver a nacer.




Varias horas después, Alric y Reingard ya estaban prácticamente recuperados de la dura experiencia sufrida bajo tierra. Estaban cansados y somnolientos, pero sabían que, aunque se acostaran, no conseguirían conciliar el sueño a causa de las emociones y pensamientos que invadían sus mentes como un torbellino. Sea como fuere, Noyver, que marchaba a varios metros por delante, ni siquiera les había ofrecido la posibilidad de descansar, así que de nada servía pensar en ello.

No fue difícil saber dónde estaban. El túnel que los había sacado del Qarmat los había llevado directamente al valle del Okba, cuyas aguas, que no podían ver a causa de la espesura, se escuchaban en la lejanía. Sabían que si seguían ese trayecto llegarían directamente al Bosque de las Luces, un hermoso paraje forestal que conocían muy bien por las descripciones que de él se hacían en los libros de geografía. Se dice que por la noche los viajeros apenas necesitan antorchas para desplazarse entre sus árboles gracias a las numerosas luciérnagas que volaban alrededor de los caminos, conformando una hermosa visión que atraía a miles de curiosos y parejas de enamorados de toda la región año tras año. Lo que no podían imaginarse era hasta qué punto los efectos de la guerra se dejaban notar en el interior del bosque, pero suponían que había dejado de ser seguro por su proximidad a la provincia de Kulm, un vasto territorio que se había convertido en tierra de nadie.

Noyver, por su parte, sí que tenía información privilegiada al respecto. Sabía que el Bosque de las Luces era la principal base desde la cual los bárbaros de Akay lanzaban incursiones contra la retaguardia del Sexto Ejército que asediaba la ciudad de Kulm, así que tenía muy claro que debían evitarlo a toda costa. Rodearlo por el sur era peligroso, ya que implicaba adentrarse por un territorio convulso que se desangraba en una lucha de todos contra todos, y optar por el camino norte era una imprudencia mayor, puesto que significaba meterse de lleno en territorio enemigo. Todas las opciones eran malas, como bien sabía el príncipe qarmata. Por suerte, todavía quedaban varias jornadas de viaje antes de verse obligado a tomar una decisión.

Para evitar cruzarse con otros posibles viajeros, Noyver guiaba a sus dos acompañantes a través de la espesura del valle, lejos de los numerosos senderos que seguían el curso del río. Los árboles eran más bien escasos, pero en su lugar los matojos y zarzas crecían por doquier. La caminata, por ello, era incómoda, ya que continuamente los tallos espinosos de la vegetación se clavaban en sus ropas y en su piel, provocando pequeños desgarrones y arañazos. La sal del sudor hacía que esas heridas superficiales escocieran de una forma realmente molesta.

Reingard dio por hecho que Noyver no les daría ningún respiro y caminarían toda la noche. Si bien es cierto que apenas lo conocía personalmente, no hacía falta haber intimado mucho con un Tal’imran para saber que la empatía no se contaba entre sus virtudes. Lo único que conocía del joven príncipe era lo que todo el mundo había podido constatar: que era una persona reservada y solitaria, poco amante de los actos públicos y aún menos de la política. Muy diferente, en este sentido, a su hermano Gudeniar, el omnipresente heredero que aprovechaba toda ocasión para recordarle al mundo que él era el inminente dueño de su destino.

Esa imagen de aristócrata frío, distante e inaccesible se vio confirmada después de varias horas de coexistencia. Las pocas veces que el menor de los Tal’imran se había dirigido a sus compañeros lo había hecho con palabras escuetas y tono aséptico, sin emoción. Ni Reingard ni Alric se plantearon en ningún momento entablar una conversación con Noyver para amenizar la caminata, entre otras cosas porque tampoco sabrían qué decir; pero es que ni siquiera se atrevían a hablar entre ellos, por miedo a molestarlo. Ese silencio sepulcral que los acompañaba no hacía otra cosa más que multiplicar los pensamientos pesimistas. El hecho de no poder distraer la mente con nada estaba empezando a afectar seriamente su salud mental.

Toda esa imagen construida alrededor de la figura del príncipe qarmata se vio rápidamente desmoronada al amanecer, cuando el grupo llegó a la cima de un montículo rocoso después de haber ascendido sin tregua a través de un estrecho y serpenteante sendero. Doblaron hacia el norte dejando a su derecha la última roca, y enseguida advirtieron la presencia de dos hombres, ambos reclinados sobre un monolito situado en el centro del pequeño claro. Tan pronto como los vieron llegar, los dos desconocidos se cuadraron y saludaron al Tal’imran con extrema gravedad. Éste se detuvo y respondió al saludo, pero en vez de mirarlos a ellos centró su atención en lo que había tras el monumento de piedra. Alric, entretanto, observó con disimulo a los dos hombres, y no tardó en concluir que eran dos sometidos. Las marcas de la Exención eran claramente visibles en ellos, empezando por esos ojos que transmitían maldad y terminando por la forma con que habían saludado a su jefe. A veces, la transformación que sufrían aquellos que se sometían a la maldición del Siegmoné cambiaba tanto su aspecto que llegaba a ser difícil reconocer su origen, pero Reingard no dudó en que eran kulmeh. Esa certeza se vio confirmada cuando uno de ellos se dirigió a Noyver en el idioma del Gotten Law:

- Mi señor, ahora mismo viene.

Dicho y hecho. Una mujer apareció segundos después. Salió de detrás del monolito, y avanzó directamente hacia Noyver, sin siquiera saludarle ni presentarle ningún otro tipo de respeto. El qarmata abrió los brazos para recibirla, y ella no dudó en pegarse a su cuerpo y cerrar un abrazo comedido pero no por ello exento de pasión. En esa embarazosa situación, rodeados por dos reyes y dos sometidos, los amantes no tuvieron ningún reparo en besarse de forma serena y continuada durante unos interminables segundos que parecieron horas. Cuando sus labios se separaron, los involuntarios espectadores disimularon mirando hacia otro lado. Los enamorados siguieron cruzándose las miradas, totalmente despreocupados por el hecho de ser el centro de la atención. Luego, sin dejar de coger las manos de la mujer, Noyver buscó a sus compañeros de viaje y los habló por primera vez con un tono que parecía familiar y cercano:

- Caballeros, es hora de descansar. Poneos cómodos.




Alric y Reingard estaban sentados en el suelo de granito de la cima, apoyadas sus espaldas contra una roca. Noyver y su amada estaban frente ellos en la misma postura, en este caso de espaldas al monolito. Todos estaban tapados con mantas, protegiéndose de la gélida temperatura de la mañana. Habían encendido un pequeño fuego para tostar varias hogazas, pero ya se había apagado y nadie tenía intención de reavivarlo, arriesgándose de esta manera a revelar su posición.

Después de haber viajado juntos tantas horas y de haber compartido la primera comida, los dos reyes ya se sentían algo más libres para comportarse de forma natural en presencia del Tal’imran. Éste, lejos de censurar sus actos o palabras, por primera vez sonreía y trataba a sus subordinados como a verdaderos compañeros de penurias. Sin duda, el reencuentro con aquella mujer lo había cambiado.

Para el kulmeh y el namirio, la identidad de esa joven era desconocida; Noyver no se había molestado en hacer ningún tipo de presentación. A simple vista, lo único que podían saber era una cosa: ella también era una sometida.

Ya fuera porque la Exención había dejado un efecto particularmente intenso en su físico o porque no estaban acostumbrados a ver mujeres en las filas de los sometidos –de hecho, era el primer caso que conocían- tanto Alric como Reingard no podían dejar de observar, con todo el disimulo del que eran capaces, a la joven. Ella no les prestaba ninguna atención. Reclinada de lado sobre su amado y con su cabeza apoyada en su hombro, parecía como si el mundo, desde su perspectiva, se redujera a ellos dos. Algo muy típico de los enamorados, por otra parte.

Alric no dejaba de estremecerse cada vez que alzaba la vista y se encontraba con el rostro de la sometida. A lo largo de su vida de cautiverio en Justicia del Siegmoné había visto a centenares de hombres sometidos a la Exención, así que estaba más que acostumbrado a su presencia. Recordaba que de niño, cada vez que veía a uno, salía corriendo o cerraba los ojos, pero de eso hacía mucho tiempo. Desde entonces, la única sensación que le transmitían era una falsa indiferencia mezclada con la repulsa que despiertan en las gentes de bien las malas personas en general y los seres malvados en particular.

Sin embargo, cada vez que sus ojos enfocaban el rostro de aquella sometida, le entraban ganas de marcharse y de estar lo más lejos posible de ella, de una forma muy parecida a como se escondía tras las piernas de su padre durante su infancia. La Exención del Siegmoné había dejado una marca profunda en ella, hasta el punto que su apariencia original era difícilmente imaginable partiendo de su aspecto actual. Por ello, al rey namirio le resultó imposible determinar su origen racial, más allá de constatar que no era qarmata aunque estuviera maquillada a la última moda palaciega de Justicia del Siegmoné. Pero no eran las capas de polvos y pinturas lo que impedían acceder a su verdadero ser, sino más bien otra barrera mucho más impenetrable: la impronta de perversidad que insuflaba la maldición de la Exención.

Reingard, por su parte, también centraba sus pensamientos en Noyver y su amada, pero le importaba menos el físico de la enigmática sometida como su relación con el príncipe Tal’imran. Por su cabeza se le pasaban multitud de preguntas, y todas se resumían en una: ¿cómo había acabado Noyver tomando una amante no qarmata, y además siendo una mujer con unas características tan particulares? Las relaciones íntimas interraciales estaban estrictamente prohibidas en el Qarmat, razón por la cual no se conocía ningún caso de matrimonio oficial entre un qarmata y un miembro de otra raza en toda la historia de Gottenmorth. Pero es que, además, Noyver no era un qarmata cualquiera: era un Tal’imran puro, el hijo del Soberano Espectral. Lo último que se habría imaginado es que alguien de su condición violara una norma tradicional tan básica.

Por encima de todo, tanto el namirio como el kulmeh se preguntaban una y otra vez como era posible que se conjugaran en una misma escena tres circunstancias que no habían concebido jamás, a saber: que el hijo del Cuervo tuviera una amante no qarmata, que tal amante se encontrara allí, con ellos, en esa extraña situación, y que, siendo mujer, fuera una sometida.

Parte II. Capítulo 35.


Esa putrefacta isla



“Todos los males vienen de Qeynah”, afirmaba el dicho que todos los qarmatas pronunciaban cada vez que afrontaban una dificultad de cualquier tipo. La principal dificultad con la que les había tocado lidiar en los tiempos actuales era el cerco namirio que se cernía sobre su país y que amenazaba su antaño inaccesible capital, y, teniendo en cuenta que ese mismo cerco había sido planeado y ordenado desde la isla de Qeynah, se podía decir que el refrán cobraba ahora su significado más literal.

Que los qarmatas se acordaran de la lejana Qeynah cada que vez que sufrían un revés en la vida no era casual, puesto que las autoridades namirias de esta isla no habían dejado de conspirar contra el dominio de los Tal’imran desde que éstos sometieran las colonias continentales y obligaran a la familia real de Porlay a abandonar Gottenmorth de la forma más humillante. Ocho siglos después, los namirios insulares ni olvidaban ni perdonaban.

Gildos, una de las primeras colonias namirias y sede de la monarquía que se independizó de Nimeríades durante la mayor parte de la historia, era un floreciente enclave comercial a principios de la guerra contra los Tal’imran. Los barcos procedentes de los reinos e imperios del sur que amarraban en su puerto para descargar y cargar mercancías de todo tipo se contaban por decenas a la semana. Era, de lejos, el destino preferido de los mercaderes extranjeros que se aventuraban a hacer negocios en el inhóspito norte, y si gozaba de tal privilegio se debía principalmente a dos motivos: el primero, claro está, estaba relacionado con su capitalidad del mundo namirio septentrional. Las familias más ricas, así como la propia monarquía, tenían su hogar o la sede de su emporio en esta ciudad, así que la forma más rápida de buscar las mejores oportunidades y cerrar el trato más beneficioso pasaba por una visita obligada a Gildos.

El segundo motivo, sin duda mucho más determinante, se refería a la inmejorable situación geográfica de la colonia. Y es que, por una parte, su acceso por mar evitaba completamente el innavegable Mar Insomne, toda una garantía para los capitanes que valoraban, por encima de todo, la integridad de su nave, de su carga y de su tripulación. Y por otra, Gildos estaba lo suficientemente lejos del continente, y, por consiguiente, de la guerra que se libraba en él. Aunque la costa del Golfo de Finnstrone vivía en relativa paz después de que los pocos señores namirios locales que se negaron a unirse a la Gran Traición del Regente de Porlay hubieran sido derrotados, pocos eran los navegantes que se atrevían a aventurarse en sus aguas, exponiéndose de esa manera a ser engullidos por el mar como resultado del poder de convocatoria de los Tal’imran. Habían pasado ocho siglos desde el desastre de la evacuación de Porlay, pero las imágenes de barcos tumbados por gigantescas olas que aparecían de la nada o de cascos hechos añicos por icebergs invisibles seguían muy presentes en la memoria colectiva namiria. Por ello, los mercaderes más prudentes venidos de ultramar preferían descargar en Gildos y dejar que fueran los marinos qeynitas quienes se encargaran de transportar las mercancías hasta el continente.

En el puerto y mercado de Gildos se comerciaba con infinidad de bienes, pero si había un negocio particularmente preciado y lucrativo, éste era la compra-venta de esclavos. Puesto que la población autóctona de la isla de Qeynah hacía siglos que se había reducido a su mínima expresión a consecuencia de un dominio colonial brutal, la mayoría de los esclavos que se exponían en Gildos procedían de Gottenmorth. Desde allí, eran trasladados a la capital namiria insular por mar, donde se les adiestraba y preparaba para su venta. Completado el proceso, se enviaba a los que eran declarados aptos a Yesarim, un pequeño islote que albergaba una fortaleza esclavista. Ya sólo faltaba el último paso: que un mercader extranjero se interesara por ellos y los comprara.

Si el negocio funcionaba tan bien era porque los reinos y repúblicas del sur necesitaban urgentemente esta mano de obra, pero no podían tomarla de sus respectivos territorios porque el esclavismo había sido abolido en todo el continente meridional, incluida la misma Nimeríades, antaño una gran potencia esclavista. Lo mismo sucedía en Gottenmorth, ya que esta práctica era anecdótica entre los kulmeh e inexistente entre los bárbaros. En cambio, los namirios habían mantenido la costumbre importada desde su patria original, y ahora eran los mayores beneficiados de su continuidad. Por su parte, los ricos del sur veían en el norte la única oportunidad de adquirir esclavos de una forma segura y barata, mucho mejor que tener que capturarlos ellos mismos en continentes remotos, salvajes y peligrosos. Esta simbiosis redundaba muy favorablemente en la economía de Qeynah y de las colonias namirias continentales, motivo por el cual el quinto Soberano Espectral, Todmar, prohibió el tráfico de esclavos entre el Golfo de Finnstrone y Qeynah, buscando de esta manera ahogar económicamente la isla.

Pero Gildos no era solamente un puerto de salida. También representaba, y ese era su principal valor, la principal puerta de entrada a Qeynah y a Gottenmorth de los últimos productos, ideas, descubrimientos científicos y avances tecnológicos que se gestaban en todo el mundo. Gracias a Gildos, conocida en este contexto como la ventana del norte al mundo, los namirios podían estar a la última a pesar de vivir en un territorio tan lejano y apartado. Este privilegio, decisivo para entender el progreso namirio y su ventaja respecto a los otros pueblos de Gottenmorth, estaba vetado a la otra gran civilización del continente, los kulmeh. Para ellos, el Mar Insomne era un obstáculo insalvable y el principal culpable de su estancamiento. Ningún barco procedente del sur podía cruzarlo a causa de sus remolinos internos y tormentas perpetuas, así que el Gotten Law, la patria de todos los kulmeh, no se podía beneficiar de sus miles de kilómetros de costa meridional.

Las únicas alternativas al Mar Insomne como posibles rutas comerciales eran el Yermo del Kur-Urin y la costa oriental. El primero, por sus particularidades climáticas y geográficas, apenas era mejor, y por ello el tráfico de caravanas que comunicaban el Gotten Law con el lejano sur era siempre insuficiente. Teniendo en cuenta que muchas de ellas acababan siendo diezmadas por la deshidratación, la inanición o los ataques de bandidos, y que para poder cruzar el territorio de las tribus del yermo se tenían que pagar continuos peajes, los comerciantes que negociaban con los kulmeh sólo jugaban sobre seguro y jamás arriesgaban más de lo necesario, limitando de esta manera el número y la calidad de los productos que llegaban a Gottenmorth por tierra. Si los kulmeh querían más, tenían que bajar ellos mismos al lejano sur y traer las mercancías por sus propios medios, y entonces siempre se preguntaban cómo lo habían hecho sus antepasados cuando cruzaron el Kur-Urin sin mapas ni destino.

Ante los problemas que presentaba el yermo para el transporte de mercancías, la ruta alternativa más lógica sería por mar bordeando la costa oriental… sino fuera porque, a causa de la ausencia de gobierno central que caracterizaba el Kur-Urin, esa costa estaba infestada de piratas, algunos de los cuales eran kulmeh y otros, la mayoría, originarios de los reinos del sur. Por ello, los mercaderes que optaban por el viaje marítimo, o bien se veían obligados a navegar mar adentro, a través del océano, o bien debían multiplicar la escolta. En cualquier caso, se disparaban los costes y disminuían los beneficios.  

Todo este cúmulo de infortunios era el principal causante de que el Gotten Law siempre estuviera varios pasos por detrás respecto a las colonias namirias en la carrera civilizadora. Por caprichos del destino, los kulmeh no tenían ninguna Gildos que les abriera las puertas al mundo de par en par.

El príncipe Gudeniar, perfectamente consciente del papel que Qeynah estaba jugando en el devenir del imperio de su familia y del de todo Gottenmorth, se refería a ella a menudo como “esa putrefacta isla”. La última vez que lo hizo fue en un discurso pronunciado ante la plana mayor de defensa del Qarmat. Buscando un mayor efectismo, el heredero al Arco de Huesos convocó a los principales responsables civiles y militares qarmatas lejos de Justicia del Siegmoné, en la cima de un monte situado a varios kilómetros al norte. La decisión tenía un punto de inquietante, pues a esas alturas de la guerra las incursiones de pequeñas bandas de bárbaros y namirios que conseguían esquivar la defensa qarmata y se internaban en el valle para saquear o sabotear líneas de suministro no eran raras. En realidad, esos ataques tenían un impacto mucho más simbólico que real, ya que en general causaban poco daño y casi siempre terminaban con la muerte o captura de todos los asaltantes, pero sí que conseguían trasladar el terror de la guerra al interior del Qarmat y sumir a sus dueños en la vergüenza de ver como su patria estaba siendo violada.

Por ello, los jerarcas qarmatas hubieran preferido quedarse en su capital antes que aventurarse por un territorio que había dejado de ser seguro, pero los designios del Tal’imran eran cualquier cosa menos recurribles. Tampoco es que Justicia del Siegmoné estuviera muy bien protegida, y de hecho sufría de escandalosas carencias en este sentido, pues carecía de muros, fosos, torres y demás sistemas defensivos básicos, todo ello como consecuencia de la tranquilidad de que había disfrutado el Qarmat desde su fundación y del obcecamiento de Siguerid II en cerrar los ojos a la realidad durante toda la guerra: a pesar de las múltiples recomendaciones que había recibido por parte de sus consejeros menos dados a la adulación, el Cuervo siempre se había negado a preparar la ciudad y el país para una posible invasión, pues hacerlo hubiera supuesto un reconocimiento de que las cosas podían torcerse bajo su liderazgo y eso ya era una profunda humillación en sí misma. Las consecuencias de tal negligencia se empezaron a notar a principios del año, cuando los estandartes namirios empezaron a aparecer por las llanuras que dan paso a las colinas que delimitan el Valle del Niss por el oeste, y sobre todo por la fulgurante toma de Damsk, un desastre que se podía haber evitado si la ciudad portuaria hubiera contado con una guarnición decente para su defensa. Viendo que la realidad se imponía a su ceguera, el Soberano Espectral decidió mover ficha por primera vez y puso a su hijo Gudeniar al frente de la defensa del Qarmat. El Sanguinario, mucho más realista que su padre, tuvo que arreglar en pocos meses lo que no se había hecho en siglos, pero ya era demasiado tarde: no se podían construir castillos y murallas solventes en tan poco tiempo, y más cuando el enemigo marchaba sin obstáculos en el cercano horizonte.

Bajo el viejo roble que presidía la cima del monte, Gudeniar terminó de arengar a sus súbditos con las siguientes palabras:

- Puesto que Qeynah ha traído la guerra a nuestra patria, nosotros llevaremos la guerra al corazón de esa putrefacta isla. Libraremos batallas que harán encanecer el pelo de los niños. Nuestra venganza será terrible. Es hora de que Gottenmorth y todo el norte conozcan, otra vez, el verdadero poder de los Tal’imran.

Los potentados qarmatas que escucharon al heredero del Soberano Espectral se quedaron totalmente desconcertados. ¿Qué significaban esas últimas palabras? Algunos, muy pocos, confiaron ciegamente en el Tal’imran y creyeron realmente que éste tenía un plan serio y realista de reconquista. Otros, en cambio, dieron por hecho que se trataba de una hipérbole inocente para levantar los ánimos y alejar cualquier atisbo de derrotismo entre la élite qarmata. La mayoría, sin embargo, pensó que Gudeniar estaba empezando a delirar como su padre.